20120128

Cartas en papel de seda

Después de leer la carta que le mandó Julio Cortázar a Edith, la mujer que inspiró su personaje de Rayuela, se me ocurrió ordenar el correo que desde la época de mi abuelo, andaba dando vueltas por casa.
La imagen de esa carta publicada en la revista La Nación del domingo 7 de marzo de 2004, me llamó la atención: papel amarillo, letra courier de una máquina de escribir (que perfectamente podría haber sido una Remington como la de mi abuelo), la corrección de un error de tipeo con una “x” superpuesta, y los apuntes en manuscrito en el margen izquierdo, no hicieron más que recordarme las cartas de mi abuelo Tata. A Mami, su hija, le pasó lo mismo.
Mi abuelo siempre tenía algo para escribir. Por lo general eran cartas a amigos, parientes, funcionarios que, de acuerdo al tema, solían estar adosadas a un recorte periodístico o a la cita de algún texto literario o alguna ley que tuviera que ser recordada para agilizar alguna gestión o, incluso, a alguna foto. Escribía también para su propio archivo, comentarios al margen de alguna nota publicada en los diarios o el relato de sus vivencias despiertas por alguna foto familiar, junto a su esposa, sus hijos, sus nietos y hasta sus perros: primero, el Bir y después, Manchita.
Ya desde hace unos días vagaba por mi cabeza la imagen de mi abuelo con los anteojos puestos, sentado en la galería de la casa de verano en Córdoba frente a la máquina de escribir portátil Olivetti color naranja que se llevaba en vacaciones, mirando el paisaje y cada tanto tomando un sorbo de una medida chica de whisky con hielo. Si no había whisky, un Komari servía igual. Mi abuelo tenía tres máquinas de escribir (al menos que yo recuerde) y elegía la “naranja” para viajar como ahora se eligen las notebooks: principalmente por su peso.
Él nos enseñó a escribir a máquina, a mis hermanos y a mí. Nos sentábamos en su escritorio de la casa de mi abuela, frente a su máquina Remington de hierro gris verdoso y golpeábamos las teclas con sólo dos dedos, como para ir memorizando la ubicación de cada letra. Todavía recuerdo la textura suave de la tecla oscura con el contraste de la letra blanca impresa y la mecánica de hundir el dedo con la suficiente presión como para dejar la marca en el papel. A veces con una intensidad tan grande, que el punto final perforaba la hoja.
Sonreía cuando nos veía escribir. Le encantaba. Recuerdo hasta de haber sido alguna vez su secretaria (como alguna vez lo fue mi mamá también) y atender a su dictado, mientras él revisaba otra correspondencia. También recuerdo verme curioseando dentro de la máquina, siguiendo paso a paso el trayecto de cada brazo articulado con la letra en su extremo superior, desde que salía de su ubicación al presionar la tecla, pasando por delante de la cinta humedecida con tinta, hasta el instante en que hacía impacto sobre el papel. ¡Y ni hablar de los momentos que a escondidas probábamos presionar todas las letras juntas para ver el ramillete de brazos extendidos corriendo el riesgo de que se trabara y nos descubriera!
El reciclado de la cinta de tinta era otro capítulo imperdible. Nos pasábamos horas mirando cómo giraba el carretel a medida que mi abuelo iba marcando cada letra, hasta que un timbre anunciaba el final de la hoja. Ése era el momento en que con un movimiento rápido y majestuoso, presionaba la palanca que había sobre la derecha de la máquina para bajar un renglón y subir el papel, manteniendo con fuerza hasta volver al punto de inicio sobre la izquierda y así, seguir escribiendo. Con esos pasos mecánicos completaba hojas y hojas. Cuando la cinta llegaba a su fin, automáticamente comenzaba a enrollarse hacia el otro lado, gracias a una varilla que cruzaba internamente de un lado a otro de la máquina que, al mejor estilo rewind de un cassette, permitía volver a usar la cinta de tinta hacia el otro lado. Algunas eran más sofisticadas y traían dos colores en el mismo carretel. Mi abuelo usaba el rojo para destacar una palabra o un párrafo importante dentro del texto. ¡Era maravilloso! La misma cinta de tinta te permitía cambiar el color a medida que ibas escribiendo, tal como lo hacemos ahora… en el Word. A veces, estas cintas se usaban tanto que podíamos ver marcados textos enteros y hasta algunos agujeros a través de ella. Llegada esa instancia, se reemplazaba por otra.
El tipo de papel también era un punto a considerar. Así como ahora las impresoras tienen adaptación de tamaños y texturas de hoja, la máquina de mi abuelo también lo hacía. No era lo mismo poner un sobre y escribir el destinatario en él, que poner una hoja de seda para mandar vía aérea una carta. Había que regular también su densidad. Para eso, el rodillo contaba con tres posiciones que se acercaba o alejaba del otro según el grosor de la hoja. Cuando estábamos en Córdoba de vacaciones, muchas veces nos mandaba a comprar papel para carta a un kiosco o librería muy cerca de casa. Comprábamos blocks de papel fino, de seda, que era el menos pesado para enviar por avión cuando la correspondencia tenía alguna urgencia. Mi abuelo también tenía sus propios papeles impresos, como si fuera la marca de una empresa comercial. En aquella época -y en las anteriores-, era muy común que cada persona tuviera sus papeles de correspondencia con su propio nombre o sus iniciales y la dirección. También conservamos entre sus recuerdos una caja con etiquetas muy pequeñas, que no son autoadhesivas por el sistema que conocemos ahora sino por el sistema de estampillas. Son unas pequeñas esquelas con el nombre y la dirección particular de un lado, y una pátina de pegamento del otro, que al contacto con líquido se adosa a cualquier papel, ya sea como remitente en un sobre o como pie en una carta. El líquido con el que mejor se pegaba, sin duda, era el de la lengua.
Viendo ahora cómo se resuelve todo a través de un ordenador personal, que permite tipear muy mal y corregir antes de imprimir copias y copias de lo mismo, admiro la manera en que escribían antes con total seguridad al marcar las letras correctas y, en el caso de tener que hacer copias, usar hasta dos carbónicos simultáneamente para obtener dos copias de la misma carta original. Fabuloso sin duda. Un trabajo que requería su dedicación. Mi abuelo le dedicaba su vida.
Internamente supongo que mi abuelo anhelaría que hubiéramos continuado su camino de periodista y legislador. Creemos que al menos se conformó con que escribiéramos sin faltas de ortografía, con el mismo placer y manteniendo la misma costumbre de ir a Córdoba para descansar, llevar la máquina más liviana, sentarnos en la galería y generar textos y más textos... como éste.


No he logrado que las cartas estén un poco más ordenadas que antes pero confío en que, con la ayuda de mi madre, encontraremos la manera de tenerlas siempre a mano, deteniendo el deterioro propio del tiempo y otorgándoles el valor de la memoria inconmensurable y el sentimiento escrito.-


(La foto es del archivo de mi familia. Mi mamá y mi abuelo en la galería de la casa de Córdoba. Para saber más sobre él... http://www.marianoarrieta.blogspot.com/)